Lo de la mona de Pascua a mí me suena a chino con coletín. Yo, que huyo de los roscones de Reyes como alma que lleva el diablo, me fui a venir a vivir a una comunidad en la que se comen dos veces al año con diferentes nombres. Pero bueno, aunque son básicamente el mismo dulce sosón y secorro* que sólo es comestible mojado en café con leche, he de reconocer que las monas ganan.
Ganan por simbología, por diversión y por estética. Primero, porque puedes quitarles de la masa todo lo que suene a religión y zamparte unas cuantas poniendo como excusa que celebras la llegada de la primavera. Segundo, porque es una de las pocas veces que a los mayores y a los pequeños nos dejan jugar con la comida. Pero jugar, jugar. A manos llenas, haciendo formas inverosímiles estrujando masa entre los dedos hasta que no se sabe dónde acaba el dulce y empieza el cuerpo. Tercero, y no menos importante, porque llevan huevos pintados. ¡Huevos pintados! Es que es la bomba. A mi padre le cayó uno en cada ocasión especial durante lo menos cinco años seguidos. ¡Eso sí que es diversión!
Ahora, entre Pinterest y blogs de DIY varios, el que pinte un huevo soso no tiene perdón del cielo. Este año, creo que nos apuntamos a la tendencia hueveril de huevos con caras. O con disfraz de animal, o mejor... ¡con animal printing! Bueno, sea como sea, seguro que nos marcamos un variadito primaveral digno de Instagram. ¡Que no les ponga luego patitas de plastilina y se los regale a mi padre por San José! Aunque en Valencia tiene excusa para hacer lo que nunca me hizo en la infancia, y sospecho que no por falta de ganas: estampármelo en la cabeza.
* Por supuesto, los talibanes de la mona, que no se mosqueen. Que a mí no me gusta pero este año la voy a hacer según esta receta. Y que a lo mejor me monto un grupo de música en un garaje que se llame “el talibán de la mona”.